Trapos sucios
A cada vuelta del tambor del
lavarropas, replicaban en su cabeza los rítmicos cintazos que le daba su
padrastro cuando era niña. Volvían los insultos, los silencios amenazantes, los
manoseos de la adolescencia. Hipnotizada por el vaivén, detrás del vidrio
redondo vio mezclarse las sábanas con la camisa y el pantalón de él, hasta que
todo fue tiñéndose de rojo. Confiaba en que con el último enjuague todo
volvería a pintar como antes.
La herencia del pescador
La canoa de Sánchez apareció
amarrada donde siempre, sólo que vacía.
A media mañana lo encontraron muy
cerca, yaciendo en el lecho fangoso del Coronda. Una piedra atada al cuello le
impedía buscar la superficie.
No fue difícil adivinar los
motivos: la pesca era escasa, la paga era
mala, la chinita le había endosado
un nieto de autor desconocido. Para colmo de males su tercera mujer, briosa y
joven, a cada rato se le iba con cualquiera. Todo ese peso cargaba la piedra
que hundió a Sánchez en el fondo barroso de su río. Y como estaba bien abajo y
ya no la necesitaba, los hijos y las sucesivas concubinas se disputaron a
muerte su casa.
Solo el Moncho, calladito, supo
aprovechar la inesperada bendición: en el espinel abandonado abundan ahora los
surubíes, amarillos y moncholos que Sánchez ahuyentaba con su pena.
El último detalle
Decidió que había llegado el día.
Llamó a su novia. Encargó las flores. Buscó la carta que había escrito hacía
tiempo y le agregó la fecha. Sacó del placar el traje más indicado para la
ocasión. Lo cepilló. Se vistió. Se perfumó. Tendió mantas en el piso, evaluó el
mejor ángulo, y se descerrajó un tiro en la sien. No contó con que la sangre
salpicaría su camisa blanca y empañaría la pulcritud de la escena.
El malentendido
Las instrucciones eran precisas: la
casa debía estar siempre reluciente y con todo en su lugar.
Eso fue lo que Rogelia trató de
explicar cuando le tomaron declaración. Pero no encontró las palabras. O no le
creyeron que fue por cumplir con su trabajo que se apuró a limpiar la sangre
del sofá recién tapizado y a echar a la basura los papeles rotos, desparramados
en el piso. Que le sacó el revólver de la mano a la señora, lo puso sobre la
mesita de mármol, y recién después de que el living estuvo limpio llamó al
señor. Porque a la patrona no le hubiera gustado que la encontraran así, sucia,
tirada en el suelo en medio del desorden.
Los policías hablaron de escena del
crimen alterada, de huellas dactilares en el arma homicida.
El marido dijo que no existían
motivos para que su mujer hiciera algo semejante. El abogado aseguró que
Rogelia sí los tenía.
Por eso ahora está presa. Ocho años
—dictaminó el juez— que pueden ser menos por buena conducta.
Pero si ella se portaba bien...
Ella tenía todo siempre impecable.
Discreción unilateral
El traductor guardó en su maletín,
bajo llave, la palabra que había omitido y se marchó de la reunión cumbre,
seguro de haber puesto fin al eterno conflicto entre aquellos dos países.
Confesión de parte
No busquen más al culpable: fui yo
quien asesinó a mi exmujer. La amaba demasiado y no podía olvidarla. Lo hice
con esta misma arma que ustedes encontraron en mi mano izquierda, con la que en
unos segundos la eliminaré de donde sigue viva: mi cabeza.
Mónica María Brasca nació en Rafaela,
provincia de Santa Fe, en 1957. Es cuentista y traductora de inglés y
portugués. Sus minificciones han obtenido premios e integran antologías nacionales
e internacionales. Desde 2012 participa en el taller de minificción de Marina
Ficticia, dirigido por el escritor mexicano Alfonso Pedraza. Tiene inédito el
libro de cuentos El camino de regreso. Actualmente vive en la ciudad de Santa
Fe. Lugares vedados es su primer libro de microcuentos publicado.
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