Había pescado todo el día para otros, había acomodado el campamento de los pescadores, y volvió a la orilla del río Dulce, en Santiago, cerca de Villanueva.
La ribera era alta, como a cuatro metros del agua y el boliche estaba casi en la barranca.
Era chico; entre la puerta y el mostrador había menos de dos metros y atrás las amadas y multicolores botellas en la estantería.
-Una Ginebra,- pidió y tomó.
-Otra,-dijo, y ahí recién empezó a pensar, a sentir, a estar en el lugar perfecto.
Podría haber ocurrido en una taberna igual del Yukon, con whiskey en lugar de ginebra, mucha nieve, y una bolsa de pepitas de oro en lugar de la libreta y la confianza del bolichero.
En la segunda copa, descubrió al hombre borracho, que acodado en el mismo mostrador empezó a contar su historia de infidelidades sufridas.
En la tercera copa, reparó en la mujer que cocinaba en un rincón, en sus piernas y en la prominencia de sus pechos y glúteos.
En la cuarta copa, no ignoró que ella lo miraba.
En la quinta copa, alguien llamado Jack London soñó esto pero no llegó a escribirlo.
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