1.
En
el barrio cae una bomba y todos corren. Gladis, la almacenera, sale a la vereda
ensangrentada y se derrumba a los pies de un paraíso. Don Ávila, que justo pasa
buscando changas, socorre a uno de los chicos que grita debajo de los
escombros. La pelota que andaba girando fue a parar a una cuneta con agua
podrida. También hay un bote viejo, en el que ayer nos besamos. Y eso es todo.
3.
Los
sabiondos del fútbol dicen que los grandes equipos nacen de pequeñas sociedades:
Bochini-Bertoni, Gullit-Van Basten, etcétera. En el barrio había una: Lobito y Terry.
Lobito era el perro de Don Sosa, pero todos lo queríamos como propio. Terry era
su antítesis: vivía con mala onda y no se bancaba a la gente. Pero uno era la
sombra del otro. Los perros de barrio son dueños de la calle; es una regla no
escrita. Un día que no pasaba nada, un auto pasó por encima del cuerpo morrudo
del Terry, que, como un testimonio de su vida, gruñó hasta el final. Fue algo terrible.
Lobito anduvo errante y así siguió algunos años más, como buscando algo
incierto. Hasta que un día se quedó ciego y, como casi todos, también se fue
del barrio.
8.
Esta
noche voy a cocinar. Voy a prepararte una receta tailandesa que aprendí por
televisión. Es fácil: hay que cortar morrones verdes, rojos y amarillos en juliana,
lo mismo un par de gajos de cebollín y un zapallito italiano. Saltear todo eso,
más algunos hongos y camarones, en una sartén precalentada en aceite de oliva. Imagino
una presentación prolija. Imagino que recibirás el plato con una sonrisa y que
vas a amoratarte los dientes con vino tinto. Y con los labios aún mojados me
darás un beso húmedo y dulce que será el paso previo a un sofá amarillento,
donde caeremos gastados y viejos, apartando migas y pelos de perro para
proseguir en ese ritual que nunca termina de ser perfecto.
11.
Trabajo
digno y noble el del orfebre. Ya quisiera para mí la constancia de martillar a
diario sobre metales y chapas, tomar el cincel y aventurarme hacia formas
imposibles, pulir en busca de un brillo escondido debajo de capas arraigadas de
herrumbre. Ya quisiera, también, la templanza necesaria para fundir cosas a mil
grados de temperatura. Sentir que el cuerpo se derrite y de pronto se torna
maleable. Pulirlo sin descanso, con la fuerza inagotable de aquel que ama lo
que hace.
12.
Los
últimos días estarán, seguramente, repletos de posibilidades de redención.
También es casi seguro que las iré dilapidando. Quizá empiece a sincerarme y a
poner alto las canciones que me avergüenzan. Voy a renegar por pavadas. Evitaré
las calles que, creo, me traen mala suerte. La superstición me acompañará hasta
lo último, porque incluso en ese momento me faltará algo más.
Matías Rivarola: nació en 1980 en Juan José Castelli, Chaco. Desde 1998 reside en la
ciudad de Corrientes, donde estudió la Licenciatura en Comunicación Social y
trabajó en diversos medios gráficos y digitales. Fue corresponsal de la Agencia
DyN. En 2014 participó de la Antología “Cuentos Tropicantes”, editada por
Literatura Tropical y el CeCuAl. En 2016 recibió el primer premio del Concurso
“Chaco del Bicentenario”, organizado por la Legislatura chaqueña,
además del tercer premio en el concurso de cuento corto “UNNE Para las Letras”, de la Universidad Nacional
del Nordeste. Este año editó Mala Onda, su primer libro, que había recibido una
mención de honor durante el Concurso Literario 2016 del Instituto de Cultura de
Corrientes en la categoría poesía. Actualmente trabaja en sociedad creativa con
el periodista y escritor chaqueño Lucas Brito Sánchez en la redacción de dos
novelas breves.
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